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No existe otra cosa que me dé más miedo que visitar al
dentista, basta con el simple hecho de entrar a una sala donde hay un montón de
aparatos punzocortantes. Luego te obligan a recostarte en una silla que
recuerda a las que había en los sanatorios de hace siglos.
Llega el momento en que el graduado en tortura procede con
su maquinaria pesada a taladrar y mutilar la parte dañada o afectada, según dicen
estos expertos.
Logran adormecer tu boca con algodones húmedos si tienes
suerte, sino, ¡prepárate! A tu boca llega una aguja del tamaño de tu dedo
medio.
El torturador, perdón, cirujano dentista, hace lo necesario
para detener el sangrado después de haber trabajado en tu boquita abierta todo
el tiempo.
Finalmente puedes salir de la sala de tortura con un enorme
pedazo de gasa en tu boca y con tu diente guardadito en un estuche de ratoncito
con la intención de disminuirte el dolor.
Lo único que me alegra de este trabajo pesado es que a uno
le recetan litros de helado y comida aguada.
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